Presentación de The Cure en Huancayo (1ra Edición)

La ecuación del vuelo de la mariposa

El primer cuento que recuerdo, me lo narró mi abuelo. En aquella historia, un joven jinete (o sea, mi abuelo en 1920), doce peones y una recua de mulas, acampan en las cumbres de Wando, obligados por la oscuridad de la noche. Es la primera vez que la caravana se aventura por esos lugares en busca de una nueva ruta para comerciar sal con los pueblos cercanos a Huanta. Durante la noche, el joven jinete tiene pesadillas: sueña que cada vez que se tiende en el pasto a descansar, aparece alguien que lo despierta a patadas. Al amanecer, narra el sueño a sus acompañantes y éstos, sorprendidos, revelan que han tenido un sueño similar. Cuando terminan de levantar el campamento para continuar el viaje, descubren que han dormido sobre un cementerio.
Para un niño de ocho años (o sea, yo en 1978), que venía desde la pequeña urbanidad de Huancayo a vivir con mi abuelo en la soledad rural de un pueblo como Colcabamba, en Tayacaja–Huancavelica; oír una historia de pesadillas, de fantasmas y cementerios fue una revelación.
El resto de la noche, la noche que mi abuelo me narró el cuento, la pasé mirando mi alrededor. Los muebles, las vigas de palo del techo, las sucesión de tejas como plumas de gallo, la rugosidad de las paredes de adobe de mi habitación. Me pareció encontrar en ellos figuras amorfas observando, vigilándolo todo. Aquella noche, la noche que mi abuelo me narró el cuento, también yo sentí patadas bajo mi cama. No había dormido sobre un cementerio, por supuesto, pero por primera vez en mi existencia empecé a atribuirle vida propia a todo lo que estaba a mi alrededor. Desde entonces el mundo, mi mundo, ya no fue el mismo. Comencé a disfrutar no sólo de las historias de mi abuelo, sino de las que contaban mi padre y mi tío Máximo, que eran cuentistas también, porque narraban con detalles de navegante los viajes que habían hecho con sus camiones por las carreteras del centro del Perú. O las historias que narraba mi madre acerca de su infancia; como aquella de la fiesta que significó para los campesinos de Ccochacc ver al sabio Santiago Antunez de Mayolo descendiendo en sus chacras con un helicóptero, en la época en que muchos de ellos no habían visto ni siquiera una bicicleta en toda su vida; historia que termina con la imagen del cordero, que el sabio se llevo de regalo, elevándose, volando por los aires.
Pero narrar historias no era una manía sólo de mi familia. Conforme me fui mimetizando a Colcabamba, descubrí que en realidad contar historias era una manía de los colcabambinos. Los taytas, las mamas que conocí, sabían de amarus que habitaban en los acantilados de roca travertina en la comunidad de San Cristobal, de sirenas lloronas en los manantiales de Ancapa Upianan, de tesoros waris y chancas escondidos en los alrededores de Tocas. De ccarccarias condenados a errar penando por causa de un amor incestuoso; de demonios con tres cabezas que vagaban en las selvas de La Banda, camino a Huanta. Jhony, Arón, Charango, los niños que pasaron conmigo aquella infancia, sabían de nidos llenos de huevos de chocolate que empollaban las perdices en los precipicios de Mejorada; de la mala suerte que traía la bandada de wayanaquitos en su vuelo desordenado y rasante sobre las chacras de trigo, de la buena suerte que traía el cernícalo cada vez que se aparecía volando en círculos lentos sobre nuestras cabezas; sabían el porqué de la locura repentina del «kiskis», un insecto verde en forma de hoja, que se suicidaba después de que paraban las lluvias, chillando y chillando hasta reventar. Con ellos, con mis amigos, descubrí todos los rincones de Colcabamba. Huí del colegió para ir a ver los autos de carrera que una vez al año, cual ventarrones, pasaban por las punas de Carpapata en dirección a Ayacucho, tratando de ganar el Gran Premio Caminos del Inca. Con ellos, con mis amigos, recibí a los danzantes de tijera que cada Navidad llegaban a Tocas en lugar de Papanoel, para danzarle al niño Jesús hasta sangrar. Con ellos, con mis amigos, aprendí a nadar, aprendí a caminar y aprendí a volar. Así era Colcabamba: un enorme cajón de historias.

Huancayo era igual. Ahí me enviaron mis padres para estudiar la secundaria y de ahí me vienen los recuerdos de la adolescencia y los recuerdos del primer libro que leí de un tirón: El Corsario Negro, de Emilio Salgari; aquella historia que narra las aventuras de un noble italiano que se hace corsario para vengar al hermano asesinado por el Gobernador de Maracaibo. Y lo hace enfrentando villanos en las Antillas, desafiando la selva venezolana, enamorándose de la hija del gobernador. Salgari logró, entonces, recrear para mí el siglo XVI en el contexto de la guerra entre España, Inglaterra y Francia; y logró confrontar para mí, en un mundo de piratas y bucaneros, la lealtad, la valentía, el honor; en contra de la maldad, la avaricia, la traición.
A partir de allí los libros, las historias, los cuentos, no me dejaron. Estaban en la inmensidad del Colegio Mariscal Castilla, donde estudié la secundaria; un colegio tan extenso que los profesores recomendaban no adentrase más allá del estadio, porque entonces se corría el riesgo de terminar extraviado; un colegio en el que las pandillas escolares se formaban no para agarrarse a pedradas, sino para escuchar música. Estaban en la Calle Real donde esperábamos el paso de las colegialas de uniforme plomo, trenzas negras y sonrisa blanca. Estaban en las fiestas patronales de los pueblos que se sucedían, uno tras otro, en las márgenes del río Mantaro como los trozos de corazón de un anticucho; estaban en las fiestas furtivas de new wave, que se hacían en las casas de los amigos, a pesar de los dinamitazos y las balas al aire que retumbaban en Huancayo por causa de la guerra de los noventas.
Estaban por todas partes. Incluso en Lima, incluso en la UNI, donde vine a estudiar ingeniería. Estaban en la residencia universitaria, que era el mejor resumen de nuestro país porque ahí vivían más de 120 almas venidas de la costa, sierra y selva; y que, en cuanto podían, se sentaban a hablar de sus pueblos como si el Perú estuviera lleno de paraísos terrenales. Estaban en los corazones rotos de mis amigos y amigas que se refugiaban en ecuaciones matemáticas, en anillos bencénicos, en diagramas de cuerpo libre, para no seguir enamorándose de nadie más. Estaban en la pizarra del Ingeniero Manuel Estrada, mi profesor de Física I, que una mañana del 89, cuando yo pensaba dejar la UNI en vista de mi impotencia con los números, tomó una tiza blanca e invocando la magia de las coordenadas polares, halló la ecuación de la trayectoria que describía el vuelo de una mariposa. Si encontrar la ecuación de una recta era como andar con una piedra en el zapato, encontrar la ecuación de una curva tan caótica como la del vuelo de una mariposa, resultaba una tortura china. Pero el ingeniero Estrada lo hizo de una manera tan clara, lógica y sencilla que ese día entendí las leyes de Newton con la claridad con que, años atrás, Emilio Salgari me había hecho entender las leyes de la vida.
Estos trece cuentos están basados en esos recuerdos. Ahí están muchas de las historias que me contaron, que vi, que oí; las que me pasaron, pero sobre todo, ahí están las cosas que ojalá me hubieran pasado.
Los personajes, citadinos trashumantes, peruanos en ultramar; provienen de un pasado andino y ya sea en Lima o en alguna otra ciudad del mundo, se la pasan echando de menos a su pueblo; y en su pueblo, se la pasan echando de menos al mundo. Son un manojo de inconformes: siempre pareciendo estar en la situación equivocada, siempre fuera de lugar. Como mi abuelo en el cementerio de Wando, como el Corsario Negro en las Antillas, como The Cure en Huancayo. De ahí el título de este libro que, espero, disfruten y que significa para mí, concretar el ansiado sueño de narrador debutante.
Está dedicado a mi abuelo Epifanio; a Saturnina, mi madre; a Isaac, mi padre; a los Gutiérrez Morales y su quinta generación, a ellos por haberme dado el regalo de una niñez andina, ingente y feliz; por adentrarme al mundo de la realidad y la ficción del que ya no puedo ni quiero salir. Está dedicado a las mujeres de mi vida, a las que amé, y a las que dijeron amarme (a ellas con mayor justicia); a mis hermanos, a mis amigos y amigas de toda la vida por su intransigente apoyo y amistad. A mis compañeros de la Escuela de Escritura Creativa del Centro Cultural de la Universidad Católica, por su aliento, por su manía de ver en cada cuento siempre más allá de lo evidente. A la gente de Revuelta Editores: David Ballardo, Gabriel Ruiz-Ortega, por apostar a este libro. A Marco García Falcón que bendijo el manuscrito en el lugar menos literario del mundo: un gimnasio.
Y de manera eterna a mis maestros de la Escuela de Escritura Creativa: Alonso Cueto e Iván Thays; gracias por su paciencia para conmigo, gracias por enseñarme que narrar historias es como resolver problemas de física: todo gira en torno a un conflicto y se está a la espera de un desenlace. Puede haber mil maneras de hacerlo, pero sólo una lo logra de manera clara, lógica y sencilla: sólo una es la ecuación exacta que describe el vuelo de una mariposa.

"The Cure en Huancayo" en Huancayo

Soy otra victima del estrés. Salgo de Lima para ir a la 1ra Feria del Libro Zona Huancayo con la incomodidad intermitente de una espina en el pecho. Según el médico es el reflejo de una contractura muscular que desde hace semanas me tiene con la sensación de andar llevando una carga en la espalda. Pero llego a Huancayo y siento que la carga ha desaparecido. A pesar de haber viajado de noche, y a pesar de no haber cumplido del todo la receta del médico porque las pastillas me dejan secuelas de un profundo sueño, siento mi espalda renovada. En cambio, parece que el dolor puntiagudo del pecho se me ha subido a la cabeza y me provoca un ligero mareo. Suelo ir a Huancayo frecuentemente cada año, pero por primera vez en mi vida soy victima del soroche.

Me voy a desayunar con mi hermana Zonia a uno de los cafés al paso de la calle Loreto y nos comemos unos tamales blancos con agua de muña. El malestar amaina gracias al mate, pero aún persiste. Compro unas pastillas antisoroche (¿antiroche?), pero me abstengo de tomarlos al leer las contraindicaciones: la cafeína y yo nos llevamos mal. Llego al Centro Comercial Real Plaza con media hora de anticipación para el taller de narrativa que me toca dictar al medio día como parte de la programación de la feria. Juan Carlos Revollar, uno de los organizadores, me da la bienvenida y me presenta a Sandro Bossio, uno de los mejores escritores contemporáneos del centro del Perú, luego a Jorge Salcedo y Juan Carlos Romero, responsables de Bisagra Editores. Me muestran toda la producción literaria de autores de la zona que han publicado este año bajo su sello y celebro con ellos la alegría de ver una fiesta de libros en nuestra ciudad. Luego me invitan al auditorio. Está lleno de jóvenes. Son en su mayoría escolares y universitarios. Había preparado un pequeño discurso porque no confío en mi memoria, pero poco a poco la lengua se me destraba y voy contando como me salga el cómo es que escribí «The Cure en Huancayo» y cómo ha sido mi esforzado, pero incipiente paso de la ingeniería a la literatura. Luego vienen las preguntas y me conmuevo al oír que varios de esos jóvenes han leído el libro, me sorprendo con la apreciación que una niña de cola de caballo y uniforme escolar hace sobre la obra de Juan Rulfo y Pedro Páramo (yo leí ese libro a los treinta y dos y no podría haberlo resumido mejor que ella). Es reconfortante ver que algunos niños disfrutan del placer de leer.

Hay uno que no se va. Flaco, de ojos rasgados, el pelo lacio con un cerquillo, parece un harry potter chino. Hace rato que ha terminado el taller y estoy conversando con algunos jóvenes, pero el chino no se acerca. Parece esperar a ser el último en hablar conmigo. Al final lo hace. «¿Puedo molestarlo?» —dice—. Claro, respondo. «Este año postulé a la UNI y no ingresé —agrega con cara de fastidio—. Me sigo preparando, pero desde que leo literatura cada vez me gustan menos los números. ¿Qué hago?», me interroga como si yo fuese, más bien, su psicólogo. Me recuerda a mí a los 15 años. Con una mochila al hombro, un libro de cuentos en la mano y una tremenda incógnita en el rostro. Se puede hacer las dos cosas, respondo. Me gustaría decirle que se dedique sólo a la literatura, pero no tengo el valor. ¿Acaso yo tengo la autoridad para decirle que haga lo que yo aún no me atrevo a hacer? Para cuando el taller ha terminado estoy mucho mejor. El dolor puntiagudo en la cabeza se ha ido y corro con mi hermana a buscar un restaurante que pueda calmar mi hambre de perro callejero.

Luego viene la presentación del libro en la Casa de la Cultura, en la bajada de El Tambo. El auditorio está ocupado de estudiantes del Colegio Heroínas Toledo y la Universidad Particular Los Andes. Oigo la crítica del Profesor José Oregón del Colegio Salesiano, la del Dr. José Cerrón de la Universidad del Centro, y Jorge Salcedo de Bisagra Editores, respecto a «The Cure en Huancayo» y me emociono. Una niña del Colegio vestida de jaujina declama un poema a Concepción, un coro de estudiantes estalla en carcajadas cuando el Dr. Cerrón lee pasajes del libro; por la noche, hablo de aquello en un set de televisión, frente a la grabadora del Diario Correo. Siento que por momentos como esos todo ha valido la pena.

Pero no todo es perfecto. Aquella felicidad contrasta con las malas noticias que me llegan de Lima respecto a la agonía y la muerte de mi primo César por causa de un cáncer. Hace días que esa situación tiene en vilo a mi madre y mi familia. ¿Cómo alguien que nunca en su vida a bebido ni fumado puede morir de un cáncer a la garganta?, me pregunto ahora frente el auditorio que ha venido a la Feria, a pesar del chaparrón que acaba de empapar Huancayo y le dedico a él la presentación del libro como si eso ayudara en algo.

Por la noche regreso a la feria. El auditorio está abarrotado. Mucha gente ha venido atraída por la programación que anunciaba la presentación de Beto Ortiz y su libro «Por favor no me beses». Pero hace poco se supo que no vendría. En su lugar los «Feedback», una banda de rock de jovencitos, ocupa el estrado. No pasan de los veinte años de edad. El guitarrista, un melenudo casi niño pasea sus dedos por el diapasón y hace trinar a la guitarra eléctrica; la cantante, una joven delgada como un palo, apenas se contornea adormecida por la timidez, pero reproduce a la perfección el canto de Mariska Veres, la voz de «Shocking Blue» cantando Demon Lover. El segunda guitarra anuncia que ahora van cantar «A hard day´s nigth» de The Beatles. Algunos jóvenes del público dejan el auditorio. «Déjenlos. No les gusta lo clásico», recrimina el guitarrista ante la pifia del resto del auditorio. ¿Qué tiene Huancayo que hace que unos adolescentes toquen música de hace más de 40 años? Celebro comprobar que esa vida cultural y bohemia que viví en mi adolescencia no ha cambiado. Siento un placer supremo en caminar sin rumbo por las calles de aquella ciudad, fumar sentado en un banco de la Plaza Constitución, espiar mujeres guapas detrás del telón del anonimato; ver y oír un chaparrón de invierno, sentir el olor de la tierra mojada; escuchar por el walkman a Susan Vega bajo el alero de una casa de tejas esperando que pase el aguacero; devorar un caldo de gallina en un restaurante al paso en la Av. Giraldez. Despertar viéndole la cara al Sol y desayunar un mondongo en el Mercado Mayorista. Huancayo sigue siendo una buena terapia, he pasado tres días ahí y mis achaques se han esfumado.

Sarta de Inconformes

Hace unas semanas, en una entrevista que leí, Juan Villoro afirmaba que el mundo era tan imperfecto que el hombre, inconforme, había inventado la literatura para tratar de corregir algo de esa imperfección. Me pareció un concepto genial para explicar porqué hacemos y leemos literatura. Sí, pues, somos una sarta de inconformes: ustedes, nosotros; inconformes con el mundo que nos rodea, inconformes con lo que nos dictan nuestros sentidos, inconformes con la vida real; de otro modo no se explica que pudiendo estar frente a las pantallas de un televisor o en la sala de un cine, engordando con palomitas de maíz, nos dé por leer historias que, sabemos bien, son producto de la ficción, pero que sin embargo, nunca cuestionamos; de otro modo no se explica que nos dé por asumir la vida de los personajes, de vivir con ellos, de ganar y perder como si fuéramos ellos.
Hace unas semanas, también, mi gran amigo Elvis Rojas, uno de los más grandes inconformes que conozco, llamó para decirme que había estado en Guayaquil por razones de trabajo, y que ahí había conocido a un ingeniero civil de la UNI, a quien, a la hora del café, le preguntó si había leído «Pintas en Civiles», uno de los catorce cuentos que conforman esta segunda edición de «The Cure en Huancayo» y que narra la historia de un recién ingresado residente universitario que se enamora de Rosario Abín, una guapa estudiante de ingeniería civil con quien comparte un único curso, en un único ciclo sin que ella se dé por enterada de su existencia y mucho menos de su anónimo amor; hasta que una solitaria madrugada, una semana antes de finalizar las clases; el estudiante, desde la azotea de la Residencia, observa que un piquete de senderistas llena de pintas subversivas las paredes de la facultad de civiles y decide librar la única batalla que le queda para que ella se fijé en él. Entonces, tragándose el miedo que le significa retar al piquete, el temor que le despierta la posibilidad de ser descubierto, desciende hasta los pabellones de civiles, borra las pintas y sobre ellas escribe con letras gigantes: «Rosario te amo, Rosario te amo, Rosario te amo». No voy a contar en que termina el cuento, por supuesto (ya ustedes lo leerán o lo habrán leído); el hecho es que el ingeniero que Elvis conoció en Guayaquil, a la pregunta de si había leído el mentado cuento, respondió que sí, que le había llegado en una de esas tantas cadenas electrónicas que circulan en la red de los ingenieros civiles; que esa historia era cierta, que él había estado en la UNI en aquellos años y que había conocido a Rosario Abín. Yo me maté de risa al escuchar esa afirmación, sobre todo al saber que Elvis, no se atrevió a aclarar que aquella historia había nacido de la mente inconforme de un servidor y que no pasaba de ser una sencilla historia de ficción. Pero luego de leer a Villoro me quedé pensando que este ingeniero de la UNI era otro más de los inconformes que pululaban por ahí intentando cambiar la imperfección de este mundo. A lo mejor la historia era cierta y yo, por mera casualidad, me había convertido en un cronista; a lo mejor Rosario Abin, hoy, a pesar de sus cuarenta años, divorciada y con dos hijos encima, andaba todavía por ahí rompiendo corazones. O a lo mejor, el inconforme de Elvis, llevado por su mente alucinada, había inventado eso del viaje a Guayaquil, que había ido por razones de trabajo y que allá conoció a un tipo que dice que la historia de las «Pintas en Civiles» era la pura verdad.